Como mi madre está en el hospital , el domingo, me levanto temprano para comprar unos churros con chocolate y llevárselos para desayunar.
Aún es temprano y hay poca gente en el establecimiento.
Al acercarme a la barra hay varias mujeres atendiendo, pero una de ellas destaca por guapa y por sus adornos: unos ojos claros azules y grandes, un pelo negro, recogido en alto entre arreglado y descuidado, algún pendiente en la ceja y la nariz y un delantal ajustado que perfila su cintura.
No sin esfuerzo, resisto mi tendencia natural y me dirijo a las otras camareras. Parece que se ha roto la rutina: la camarera guapa contesta a mis preguntas, aunque no me dirijo a ella y las otras, a veces me contestan, pero otras veces miran a la guapa para que ella conteste.
Dirijo a la guapa una mirada de cortesía, pero vuelvo a dirigirme a las demás.
Se la nota acostumbrada a ganar esta batalla. A vestirse de miradas y cumplidos. Despliega su mejor simpatía.
… pero insisto en poder hablar con otras camareras, aunque ya me cuesta más terminar de hacerles el pedido, pues la guapa ha terminado ocupando la posición frente a mí en la barra y ya parece muy descortés hablar sobre su hombro a las demás.
Al final ha sido ella la que mejor me ha atendido, pues el resto parecen aceptar su papel secundario, después de haberse visto desplazadas tantas veces.
Tal vez he sido un poco descortés con esta chica, pero he seguido lo que dice el Santo: “… si le diere gusto mirar cosas que no le ayuden a amar más a Dios, ni quiera el gusto ni mirar las tales cosas” ( 1 S 13 , 4 )