Un buen amigo trabaja en mantenimiento y reforma de pisos, y tiene un cliente que no le está pagando. Trabajó con él de buena fe y no le pidió adelanto. Ahora pone excusas de todo tipo sobre la calidad del trabajo o sobre contestaciones que considera inadecuadas.
Me ofrezco para ayudarle. Lo hago con orgullo, con la seguridad de que lo haré mejor que él por mi mayor edad y experiencia. Por ser algo más calmado que mi amigo.
En mi primera conversación con el cliente de mi amigo me encuentro con un interlocutor afable, razonable, que sólo manifiesta algún pequeño descontento por cosas pequeñas pero muy dispuesto a zanjar el asunto, aunque algo preocupado por los plazos para entregar el piso a su inquilino. Hasta hace autocrítica y reconoce que él no ha actuado del todo bien y transmite que quiere cerrar el asunto por las buenas. Me convenzo de que terminando esos detalles se solventará el asunto y convenzo a mi amigo de que lo haga.
Pero resulta que sólo he visto de este cliente la cara que él me ha querido mostrar y deja de llamar cuando dijo que lo haría y deja de atender las llamadas.
En el momento que más inútil me siento, más despreciado por este cliente, más engañado por su comportamiento, más indignado con él, más torpe en mi procedimiento, es cuando mi amigo más apoyado se siente por mí, y más me manifiesta su agradecimiento.
Descubro que ayudar es, algunas veces, más que solucionar un problema, compartir el sufrimiento, compartir una crucecita pequeña, pero que pincha al agarrarla.
Al orgullo herido de mi amigo, he sumado mi orgullo herido, para sumar dos espíritus sufridos aguantando su pequeña porción de injusticia.
Rezo por mi enemigo, sin que desaparezca el sentimiento de querer resarcirme por el daño, compensarme por su desprecio, pidiendo a Dios me ayude a perdonar de raíz.