El barrendero

Tras mucho cruzarme con el barrendero de nuestro barrio comienzo a saludarle con la mano desde el coche, y él me corresponde.

Ya nos saludamos casi a diario, sin saber el nombre del otro.

Un día me acerco a él y le doy las gracias. Él se sorprende y me pregunta porqué. Yo le respondo que por limpiar las calles y tenerlas tan cuidadas. Él contesta que es su trabajo y que en 20 años nadie le había dado las gracias. Yo digo que vamos con prisa todos siempre pensando en otras cosas y no estando donde estamos.

Charlo con él otras veces, pero no logro recordar su nombre aunque me lo ha dicho ya varias veces.

Le traigo algún pequeño detalle de algún viaje, algunos dulces y me los agradece mucho. Es agradable ver todos los días a un conocido que saluda. Mejor que cruzar unas frías miradas, aunque no sepamos mucho el uno del otro.

Lo de no recordar el nombre suyo es porque, en el fondo, hago esto por lucirme y no por ayudarle, por alguna gloria propia, aunque sea interna, y no por vocación real de servir.

¡Si se tratara de un buen cliente! ¡No recordaría yo su nombre y dos apellidos!

Cuando lo cuento a mis niños de catequesis, me dicen: «¡Te lo estás inventando!».

Unos años después se jubiló, pues tenía un problema importante de cadera que le hacía cojear mucho y vino otro en su lugar. Pero luego, por los recortes ya no veo a nadie.

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