Paso la noche con algo de miedo.
En mi retiro de fin de semana no coincide nadie más, la casa es muy grande: dos cocinas, más de 40 habitaciones, largos pasillos, dos capillas, mil recovecos, una biblioteca, escaleras y muchas puertas. La de mi habitación sin cerrojo.
Por la mañana protesto internamente porque no hay jabón en el pequeño cuarto de baño.
Al día siguiente pretendo visitar el convento de Carmelitas que está a un kilómetro. Pero es cuaresma y las monjas no reciben, me confirma el mandadero, con la sonrisa y las maneras más amables.
A las 10 asisto a Misa. Aunque a las hermanas no las podemos ver, pues ven el altar desde un lateral con poca luz y tupidas rejas.
Pero encuentro un tesoro inesperado: El mandadero se presenta con su maravillosa familia.
Ocho hijos. La mayor de 10 años y el menor un bebé. Deben asistir a Misa con frecuencia, y conocen la liturgia mejor que yo. Además cantan hasta los más pequeñitos, con una lengua de trapo que arranca sonrisas al sacerdote y a todos los que estamos.
Los niños que ayer pude ver jugando descuidados, están hoy impecablemente vestidos y se concentran en la Misa sabiendo que algo importante está sucediendo. Guardan una compostura y un respeto que sorprende.
Al acabar la Misa felicito al mandadero y a su mujer por su familia. Fuera de la Iglesia los niños se transforman y dan una imagen más habitual, corren y juegan. La mayor me pregunta por mi retiro y me dice que su casa es la mía, que vaya cuando quiera. No puedo evitar conmoverme con tanta educación. Su madre los atiende con cariño y despreocupación.
Viven en una pequeña casita rodeados de campos limpios y de silencio protector.
Uno de los pequeños tiene el codo dislocado. El padre me explica que duermen en literas y es normal que salten unos sobre otros, se empujen o se tiren del brazo. El niño no se queja y se monta en el coche feliz con su padre.
Mirando a los niños jugar el padre me dice: «Todo esto es para el Señor, que nos bendice de esta manera sin merecerlo nosotros.»
Quiero más que nunca hacerme un niño y quedarme con ellos.
Mi queja sobre la falta de jabón en el cuarto de baño, se me atraganta: Quien me ha dado de comer y atendido estos días, tiene ocho hijos y una mujer que cuidar.
Encuentro en su recuerdo más sosiego del que traigo de la oración y las meditaciones.