A primera hora de la mañana del sábado preparamos la iglesia para el retiro que hemos organizado. Un mendigo entra y se sienta en un banco. Se le cae un gorro y yo se lo recojo.
Aprovecha para trabar conversación y me pide un abrigo. Al tocarle el hombro noto que está empapado y tiene el olor de los que viven en la calle. Le digo que voy a buscarlo pero no logro encontrar ninguno. Pido ayuda pero no tenemos nada para él.
Comienza el retiro y ocupa la primera fila, justo dando al pasillo central. Parece dormitar y me hace pensar si debiera darle el mío. No quita mucho frío, pero sí es impermeable. Seguro que se lo robarían pronto en la calle, pero a mí no me supondría esfuerzo y bien meditado es un honor cedérselo, un gesto bonito hacia quien nunca me podrá devolver el favor. También una manera de sumar más a la liturgia que celabramos. Me convenzo de dárselo al salir de la iglesia, pero entonces le veo agarrar el abrigo que tiene a su lado. Pensaba que era de alguna señora que se sienta en el mismo banco. El caso es que alguien se me ha adelantado. Me quedo sin mi gesto, pero con mi abrigo.
Cuando vamos a exponer el Santísimo, una señora se me acerca preocupada por algo: resulta que el mendigo se ha hecho pis. No sabemos si dormido o despierto, pero el banco debajo de él tiene un charco y al acercarme vuelve el olor de semanas en la calle. Otra chica se ha levantado, preocupada por solucionar el asunto.
Entro en la sacristía. El monaguillo está balanceando el inciensario (¡qué contraste de olores!), y me indica donde está la fregona. Vamos esta chica y yo, pero la fregona está en un cuarto de baño y hay cola, por ser justo el descanso. Nos colamos como podemos. Luego tratamos de llenar el cubo en un lavabo, como hay que ponerlo casi horizontal para que llegue al grifo, no podemos y acabamos llenándolo con las manos. Luego echamos jabón de manos, no vemos otro. Se me ocurre coger papel de cocina que tenemos guardado y nos acercamos a la iglesia. Ya está expuesto el santísimo.
Nuestra comitiva tiene algo de cómico y de solemne al mismo tiempo. Ella con el cubo y la fregona y yo con un gurruño de papel avanzando por el pasillo central, con el Santísimo al fondo, ante el que hacemos la genuflexión. Nos movemos con torpeza, creo que por no humillar al mendigo, y tratar de limpiar sin que lo vea. Sigue dormitando. El sacerdote está haciendo la bendición, pero estoy concentrado en la labor y en la presencia de Jesús.
Todo se complica. El escurridor no está fijo al cubo, y la primera vez que ella trata de escurrir la fregona mojada, el escurridor resbala y se hunde en el cubo. Lo coloco con las manos (pensando que el agua aún está limpia), pero la segunda vez que usa el escurridor, se queda pegado a la fregona y debo volver a cogerlo con las manos (ahora seguro que ya está sucio) para fijarlo al cubo de nuevo. Hemos puesto mucho jabón y el suelo queda con espuma. Por torpeza, pisamos lo mojado dejando unas claras huellas negras. Estamos perdiendo el primer envite de la refriega, pues nos manchamos las manos y en el suelo hemos formado una mezcla de orín, espuma y huellas negras. Comienzo a secarlo con el papel, pero he cogido poco y debo desdoblarlo para buscar trozos secos, agarrándolo por la parte ya mojada. Parece que la cosa va mejorando a costa de vencer los escrúpulos. Estoy inclinado, a la vez ante Jesús, ante el mendigo que prefiero que no se de cuenta de que estamos, y ante el suelo sucio que poco a poco está quedando limpio. El olor del mendigo se mezcla con el del incienso.
En ese momento sí oigo al sacerdote: «Comunión espiritual».
Y así es como en un extraño instante estuve arrodillado ante Jesús sacramentado y ante Jesús en un mendigo medio dormido (ambos en primera fila), oliendo al tiempo a podredumbre y a incienso, ocupadas las manos en limpiar orines y el corazón en recibir a Jesús.
Me quedé sin hacer el gesto de entregar mi abrigo a un sintecho, pero me ofreció Dios otra forma de servirle.
Cuando voy a comulgar, tras la exposición y la Misa, él ya no está. Es Adviento.