En el monasterio los monjes a penas hablan. Muchas veces, al cruzarse con ellos, ni siquiera dedican una mirada o una sonrisa. No es desprecio, es respeto al silencio exterior y al de dentro. Cuando se retiran a sus habitaciones, sobre la hospedería, a penas se oye nada, ni un grifo abierto, ni una puerta. Es difícil entender como evitan cualquier ruido. Un día logro trabar conversación con uno de ellos. No sé si hago bien en prolongar el diálogo, pero me gusta siempre saber algo de su experiencia y su vida. Me cuenta que, de joven, fue pastor en León, y recuerda como un día de Agosto, guiando el rebaño junto a un campo se trigo, encontró un grupo de alemanes que despertaban tras pasar la noche al raso. Cuando pasa junto a ellos están cantando unos salmos. Uno de ellos dirigió al joven pastor una sonrisa que se clava en su memoria. La sonrisa, brilla delante del trigo dorado, expresa a la vez admiración hacia la sencillez del pastor y alegría de compartir este momento en la ruta, entre el trigo y las ovejas, en un momento cargado de símbolos, recuerdos, historias y parábolas. Luego esa sonrisa, guardada, envuelta y protegida con mimo en su memoria viaja más de cincuenta años. Una sonrisa que inicia y completa una vocación de total entrega. Ahora la heredo yo, como un recuerdo de familia, como una joya cerrada en una caja de terciopelo, que, a menudo abro, para imaginármela en esa mañana perdida en el tiempo entre espigas, reflejando el sol que nace como el oro. Esta sonrisa recuerda el dicho de luz: «Más quiere Dios en tí el menor grado de pureza de conciencia, que cuantas obras puedas hacer». Y yo añado, más lo quiere Dios y más ayuda a los hombres.
