El cobrador de primera del tranvía de Cuatro Caminos, libraba ese día. Compró un lazo en una tienda cercana (La Positiva) a su hija mayor Isabel y luego se llevó a cenar a toda su familia a un local donde servían meriendas y cenas. Era un padre bueno y un buen trabajador. La familia era humilde y feliz.
Poco después este cobrador enfermó del estómago. Cuando casi no podía comer nada, Isabel y su mujer le llevaban un vaso de leche al trabajo. A pesar de los cuidados y el cariño familiar murió pronto, dejando a su familia descabezada.
Isabel aprendió entonces a coser para que su madre no tuviera que trabajar, pues ya le costaba ver bien y estaba delicada de salud. Tenía 16 años entonces y ya ejerció de madre de toda la familia, llevando a sus hermanos al colegio y cocinando, además de sus largas horas de costurera en casas buenas de Madrid.
Su duro trabajo dio buenos frutos y la familia salió adelante.
Se casó y tuvo dos hijos. Siguió trabajando siempre mucho y así pudo conseguir la primera televisión de su edificio, que invitaba a ver a todos los que se lo pedían.
Como abuela ayudó a su nieto mucho, con dinero y con esfuerzo y le encontró un trabajo en la Renfe en Barcelona. Allí le acompañó a una pensión, dándole dinero hasta que su primer sueldo llegara.
Murió su madre también. Murieron sus hermanos, aunque eran menores. Murió su marido y ella dejó de coser a los 80 años.
A los 94 ingresó en la residencia de ancianos en que visito a Carmen con frecuencia. Me llamó la atención porque está siempre sentada en su habitación, con aspecto muy cuidado pero muy ensimismada. Me explica que en estos tres años se ha quedado casi ciega y muy sorda. Se queja de que su nieto la visitó sólo unos minutos recientemente y que su hijo viene poco.
– Reza Isabel, eso siempre se puede hacer.
Pero me explica que ya rezó y dió muchas limosnas de joven, que ya ha tenido una vida muy larga y muy buena. Que ha vivido mucho, que ahora ya sólo pide morirse pronto. Se lamenta de sus esfuerzos para acabar así, para acabar viviendo así. Yo le contesto que algo querrá Dios de ella si la mantiene aquí. – ¿El qué? – Me pregunta. Y eso ya no sé contestarlo.
Le digo que tiene unas manos muy bonitas, dedos proporcionados y elegantes, con una piel suave, y que acogen la mano que yo le doy con cariño y sencillez. Entonces me dice que la llamaron en su tiempo «la guapa de cuatro caminos». También le digo que me gusta la historia que me está contando.
Le doy un beso y la dejo con pena, se me acaba el tiempo del aparcamiento del coche. La dejo como tantos otros la han ido dejando: sola.
Me voy pensando en la cena con su padre. Me la imagino joven y guapa y contenta con su lazo, en aquel local de Cuatro Caminos.