Llevo dos días en San José de Las Batuecas. Huele a silencio y a paz. Aunque el vacío pesa en las largas horas.
Suena de pronto el timbre desde la entrada. Suena con insistencia, 3, 4, 5 veces. Muy seguidas una detrás de otra. Son timbrazos largos que parecen hacer un agujero en el sosiego y la calma del lugar.
Me pregunto quien puede ser tan impertinente, desconsiderado y desconocedor del cuidado que se pone en este Santo Desierto por mantener un ritmo sosegado: no hay tele, ni radio, ni cobertura del móvil.
Me viene a la memoria mi llegada al monasterio. En coche desde Madrid, arrastrando pesadamente mis prisas y pensamientos, con el tiempo justo.
Veo el monasterio desde lo alto al comenzar la bajada al valle. Tengo miedo de llegar tarde. Tan nervioso, … que me paso de largo. El Monasterio está muy escondido en el valle. Me doy cuenta al ver el cartel que marca la frontera entre Salamanca y Cáceres. ¡Me he pasado!. Vuelvo con más prisa y agobio aún.
Cuando llego frente a la puerta llamo al timbre. Como el monasterio está lejos de la puerta de acceso no se oye sonar el timbre y dudo si funciona, por lo que vuelvo a llamar. Pienso que, tal vez, no haya apretado el botón hasta el final y no ha hecho contacto, por lo que lo aprieto por tercera vez. Espero un minuto, o menos y vuelvo a llamar otras 2 o 3 veces.
Y en mitad de este recuerdo obtengo la respuesta a mi pregunta: ¿quien puede ser tan impertinente y desconsiderado?, … pues yo. Soy yo mismo el que puede ser tan desconsiderado e impertinente. Soy yo el maleducado que rompe la soledad sonora, la música callada del lugar.