Las camisas, como el resto de la ropa, llegan a mi armario sin esfuerzo por mi parte. Las dejo en el cesto de la ropa sucia y vuelven limpias, planchadas y oliendo a algún suavizante.
Acostumbrado a esta comodidad, nunca he dado las gracias por ello. Nunca. Aunque sé que tengo suerte por ello.
Sin embargo, como soy egoísta y exigente, me quejo internamente de que los botones del cuello de cada camisa no estén abrochados. No lo digo, pero sí me quejo por dentro del ratito que pierdo en abrocharlos cada mañana. Años se prolonga mi suerte, … y mi queja interna.
Decido abrocharlos un día a la semana, en vez de cada mañana. Y me doy cuenta de que esto me permite distinguir las que han vuelto ayer, de las que volvieron hace una semana, y así decido cuales me pongo antes. Resulta que venía bien que vinieran desabrochadas. Se le podía encontrar un sentido en vez de producir una queja.
Un día, de pronto, al echar la camisa a lavar, me doy cuenta de que dejo los botones abrochados, y que, para plancharlas, hay que desabrocharlos. ¿Qué es lo que hace que uno se dé cuenta de estas cosas, tras tanto tiempo?. Podría no haberme dado cuenta nunca. Me pregunto de cuantas otras cosas parecidas haré sin darme cuenta, haciendo trabajar a los demás por mi descuido.
Bueno, pues decido echarlas a lavar desabrochadas. Descubriendo que, donde ponía una queja, podría haber puesto cariño.
Y entonces, después de tanto tiempo, sin haber hablado nunca de esto, comienzan a volver las camisas a mi armario con los botones abrochados.
Me acuerdo inmediatamente del dicho de San Juan de la Cruz: «Donde no hay amor, pon amor y sacarás amor».
Ahora no puedo distinguir las camisas lavadas ayer de las de hace una semana. Sin embargo, estoy muy contento de lo que he aprendido en silencio.
Y al mismo tiempo, pienso que mi mujer, seguro que ha desabrochado las camisas miles de veces sin ninguna reflexión, con esa sencillez tan envidiable de los que mantienen un silencio interior tranquilo y apacible.