Se presentó, como siempre, avisándome con poca antelación. Me ayudan sus noticias, su forma de contarlas. Pero su aliento me da dolor de cabeza, y el timbre de su voz hace que me duelan la espalda y las piernas.
Ella está acostumbrada: Las malas caras no la hacen cambiar el plan de quedarse unos días. Tal vez una semana. No la afectan mis ataques de tos, ni mis escalofríos. Que le cuente que duermo mal por la noche, porque tengo la nariz taponada y la garganta seca. Ni mucho menos que le diga que tengo trabajo y cosas que hacer. Pasa de todo.
Pero cuando me acuesto por las noches, adormilado por la fiebre, ella se pone a la cabecera y me comienza a contar sus historias. Ella, mejor que nadie, me acerca a las noticias de mis hermanitos perdidos por el mundo. Ya leo de ellos todos los días, en las noticias de rincones escondidos. Pero ella me trae algo más que detalles escritos o reportajes de fotos. Ella me trae el aroma de sus dolores para que, al sentirlos yo, aunque sea muy suavemente, me acerca a ellos más que con ninguna foto. Me recuerda lo que siempre olvido: que soy débil, que soy frágil, que tengo poco tiempo para ayudar a los que están hirviendo en el caldo del dolor. Ahora sólo huelo este dolor como un aroma lejano, pero en los días normales lo olvido completamente.
Me habla también de su prima, la muerte, de la que habla con admiración por su mayor fuerza y poder, dice que es implacable, y reaviva mi débil compromiso de ayudar siempre a los que sufren antes de vérmelas con su prima, que sé que tendré que vérmelas, aunque me engañe pensando que no lo tengo en la agenda.
Me duermo más unido a la parte más pobre de mi familia, a la que tengo habitualmente más olvidada.
La gripe no sabe despedirse. Los últimos días me deja con el gusto estropeado, sin poder disfrutar de las comidas. Como si ya estuviera en el quicio de la puerta diciendo: me voy, … pero no se va.
Luego me deja unos días en que agradezco cada respiración, cada paso sin cansancio, cada hora de sueño, cada rato sin dolor. Unos días en los que se renueva mi comprensión y compromiso con los que sufren de verdad.
Y luego vuelven mis egoístas días normales, en los que me sumerjo en los placeres con que Dios me regala y me olvido de que son para compartir. Días en los que me engaño llamando esfuerzo y disgusto a cualquier trivialidad. Días en los que sólo es lúcido algún ratito de oración, y lo demás vale muy poco, lo demás no vale nada.
Hasta que ella, o alguna de sus amigas, vuelvan a verme, … o su prima.