Religiosos y seglares

Mi admiración por todos los que se retiran a un convento me alimenta deseos o sueños de hacer esto alguna vez.

Lo he hecho en algunos retiros, por tiempos de hasta una semana.

Visualizo la entrada en el convento como el paso más heroico de renuncia al mundo y entrega al servicio de sólo Dios.

En el comienzo del nuevo año, siento fuerzas para tratar de ir a Misa a diario. Y parece que Dios me allana el camino con una etapa sin trabajo excesivo ni problemas. Me seduce el cuidado con que el sacerdote prepara el altar y consagra el pan y el vino. Es un ejemplo a seguir en la rutina diaria, en que nos sobran malos modos, frases duras, tratos y gestos de queja, burla y reproche.

Una mujer me pide un día que ayude en Misa, y le digo que no lo he hecho nunca. Lo hace ella, y yo me fijo en como lo hace y al día siguiente salgo con miedo e ilusión a ayudar en el altar. Veo que me tiemblan las manos en algún momento, pero confío en que no haga nada muy mal.

Descubro entonces un tesoro que tenemos los seglares: podemos retirarnos a servir a Dios una vez cada día, en la Santa Misa, para servir a Dios. Es cierto que no es una renuncia tan radical como la de los religiosos contemplativos. Pero sí podemos repetirla cada día y ésta escapada diaria forja un corazón rebelde al mundo que nos arrolla con su mentira de que estamos muy ocupados y somos muy necesarios.

Suavemente se posa en mí el sentimiento de que Dios me quiere aquí y no en un monasterio. Lavando cada día en los brillantes y limpios utensilios del altar, en los cuidados y respetuosos gestos de la Misa, en la presencia de su Hijo muy querido, toda la arrogancia y egoísmo que el resto del día vivo yo y los que me rodean en el trabajo cotidiano.

Hace unos meses sentía que ir a Misa cada día me rompía mi trabajo o mi vida familiar. Hoy no entiendo como he rechazado este regalo diario. Hoy me he rebelado contra lo que el mundo dice que soy yo, para acercarme a lo que Jesús dice que soy: un sarmiento suyo.

Me imagino como una abeja, que trae el polen en sus patas y el néctar en su boca. Yo traigo lo bueno que veo y que puedo hacer a mi alrededor al panal de la Iglesia, al Rey. También traigo algo de contaminación, de lo malo que veo y hago. Pero todo lo transforma Él en miel dulce y sabrosa. No sé quien tomará esta miel ni cuando, pero tampoco la abeja obrera tiene idea de para quien está trabajando.

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