Me dirijo a un pueblo a una hora de Madrid para comprar un belén en un taller artesano.
El cielo luce azul, con unas preciosas nubes blancas adornándolo. La carretera se vuelve pequeña y tranquila, escoltada por campos abiertos y limpios por los que transitan las retamas, y el jaramago. Al final del viaje el paisaje es de montaña poblada de pinos, y el pueblo hecho de piedra.
La alegría del adviento lo llena todo.
Venía pensando en la tranquilidad del lugar que voy a visitar, y la suerte del que puede dedicarse a una labor manual, gratificante y lejos de la gran ciudad.
Elijo las figuras y pregunto por el dueño, al que conocí hace muchos años.
Al preguntarle como está, la respuesta dista mucho de la que yo esperaba:
— Agotado, cansado, no puedo más. Quiero dejar esto pronto. Mis hijos no me ayudan, los trabajadores suponen también una carga importante y los clientes lo quieren todo para ya. El año pasado tuve sólo una semana de vacaciones.
Entiendo perfectamente lo que dice, también lo experimento por temporadas. Dios quiere que nos realicemos en el trabajo, pero nosotros nos lo apropiamos como herramienta de seguridad, de orgullo, de ahorro, … y ese apego lo sufrimos inmediatamente.
Le doy las fórmulas que a mí me han ayudado, aunque no acaben de solucionar el problema: organizarse lo mejor posible, llegar hasta donde razonablemente se puede y darle un sentido trascendente al esfuerzo.
Regreso a Madrid feliz, por el bonito día, por el Adviento y por el belén que me llevo.
Y medito sobre esa idealización que tenemos siempre de otros trabajos y otras situaciones. Cuando es aquí y ahora, en este trabajo, en nuestra circunstancia, en esta situación donde tengo que entregarme a Dios y hacer todo para bien Suyo y de mis hermanos.
Ayúdanos Señor, que solos no podemos nada.