Se ha roto una lucecita del confesionario, la que permite al sacerdote leer cuando está allí esperando.
Me propongo arreglarla pensando en el servicio que doy y el tanto que me apunto, con no mucho esfuerzo. Pero ese no es el plan que Dios tiene sobre este asunto.
El primer intento es un fracaso: quito la lamparita de la pared, la tiro a reciclar, compro otra en AKÍ y descubro que es el cable el que no tiene luz. Así que he tirado una lámpara que funcionaba.
El domingo decido ir después de comer, cuando la iglesia está tranquila y no hay gente ni sacerdotes confesando. Rezo Nona, pensando que con ello Dios me concederá una buena tarde. Así es, pero no como yo pienso.
¡Todo se complica! El espacio es pequeño y sin luz. Los cables van detrás de un panel de madera difícil de acceder, sin tubos que canalicen los cables parar meter una guía. Mi experiencia y habilidad no son buenas y mi visión tampoco, ando quitándome y poniéndome las gafas, con miedo de romperlas y buscándolas todo el rato. Cuando logro tirar una cuerda entre el interruptor y la luz, se desengancha varias veces.
Me las voy ingeniando para progresar.
Entonces aparece un hombre de unos 40, preguntando por el párroco. Le explico que no está, que tal vez en las misas de más tarde. Y que yo no soy nadie. Pero él tiene mucho interés en que su hijo se disculpe de una horrible blasfemia (lamentablemente frecuente). Queriendo él salir pronto del paso, decide que se disculpe conmigo. Le aclaro que no será confesión y el chaval se me disculpa compungido ante su padre. No llega a decir la blasfemia, porque le pido que no lo haga. Le digo que piense que todos podemos convivir aunque no seamos iguales, que debemos respetarnos y que rece un rato ante Dios. Se van al altar y les aclaro que Dios está en la “cajita” de la pared.
Me dejo en el tintero que ha hecho algo grande, que su padre es un buen tío.
Acabando ya, tras varias horas y fracasos, aparece una mujer pidiendo coger ropa entre las bolsas acumuladas junto al contenedor de ropa de Cáritas para su hijo de 4 años. Ella ha llegado hace poco y ha perdido las maletas. Le digo que sí, y que le ayudo con lo que quiera. Reconozco que es guapa y eso me anima a ayudarla más.
Cuando ha encontrado la ropa me pide como solicitar ayuda económica. Le vacío la cartera sin pensarlo mucho. No sabe ni quien soy y no suelo estar a esta hora. No me podrá dar las gracias otra vez.
Termino, recojo, rezo vísperas y me voy bastante cansado.
Un poco más tarde recordé que muchas mujeres guapas son traídas de sus países con engaños. Les hacen perder las maletas para dejarlas aún más vulnerables y obligarlas a prostituirse. Igual la he ayudado a salir de ahí. Espero que lo use bien. Sólo le dije: cuida bien a tu hijo.
Así es que en las horas de la siesta de un domingo, he sido un aprendiz de párroco, haciendo una “confesión” mal hecha, ayudando a una necesitada, sin saber muy bien a qué, y dejando una luz arreglada, pero con muchos parches y chapuzas.
Siervo tonto e inútil he hecho lo que tenía que hacer.