He sentido que hoy hacía algo grande al planchar unas prendas de ropa. Las prendas no eran mías. Tampoco eran muy buenas, ni caras, ni nuevas: un pijama, un camisón, un pañuelo y una camiseta. Son de mis padres, ya mayores los dos.
Mi padre está ingresado en el hospital y mi madre le acompaña. Mi madre multiplica sus ya pequeñas fuerzas para atender a mi padre. No se separa de él. Trata de enterarse de lo que dicen los médicos, del tratamiento a seguir, de la alimentación recomendada. Le regaña con cariño y le atiende con constancia. Se esfuerza por ser amable con los médicos, enfermeras y celadoras.
Nos pide muy poco a los hijos, que le insistimos en que se deje ayudar.
Hoy me ha pedido que le lavara y le planchara estas prendas. Mientras lo hacía he pensado en el millón de veces que mi querida madre me ha hecho la comida, me ha lavado la ropa, me ha ayudado con los deberes y otros mil cuidados desde que nací. Sin embargo, descubro ahora que nunca había yo lavado la ropa de mis padres.
Así que me pongo en la tarea con más ilusión que conocimiento. Cuando me dejó mi mujer, empecé a hacer estas tareas. Unas veces suponen una carga que uno hace agobiado y malhumorado. Pero otras consigo hacerlo con sencillez y tranquilidad, disfrutando de una tarea humilde y despreocupada. Hoy me concentro en lo simbólico del momento: es la primera vez que lavo y plancho la ropa de mis padres.
El vapor de la plancha a veces me quema un poco la mano. Otras veces, mi falta de pericia, hace que, al pasar la plancha, aparezca una marcada y pertinaz arruga.
¡Qué difícil planchar algunas partes!, ¡Qué difícil doblarlo todo bien!
Y no recuerdo un día en que mi madre se quejara por hacer esto. Es cierto que trabajaba fuera y tenía ayuda en casa, pero lo hacía ella muchísimas veces.
No lo hago con total calma. Tengo que trabajar y hacer la compra. Comer apresuradamente y llevarlo cuanto antes de vuelta al hospital. Esto me ayuda a valorar lo que mi madre ha hecho en su infancia conmigo: llevar la casa y trabajar, completando las mil tareas diarias que nos hacían sentir a gusto y seguros, atendidos y protegidos.
Mamá, gracias por ser mi madre. Dios mío, gracias por hacerme consciente del regalo que son mis padres.