Para recoger una multa de tráfico me tengo que desplazar al centro de la ciudad. Frustrado por no poder pagarla por internet, por no poder aparcar en la puerta. Me recibe una mujer de mediana edad encantadora, humilde, amable y alegre. De primeras habla mi yo más cortés. Pero pronto comienzo a quejarme: porque no puedo pagarla por internet, porque en la notificación pone que es la segunda y yo creo que ni lo han intentado la primera vez (¡qué sabré yo y como me atrevo a meterme con un funcionario, que, seguramente, cumple bien con su deber!). La mujer es un encanto y contesta sin enfadarse ni reprochar nada. Casi como un niño dice: “¡Joo, que son mis compañeros!”.
Me quejo de que la notificación no dice hasta cuando se puede recoger y lo que pasa es que ni la he leído bien. De hecho, también dice que se puede recoger desde el día siguiente a recibirla, y yo he venido el mismo día. Ella me lo explica con paciencia y amabilidad.
Me marcho airado, teniendo que volver al día siguiente.
Como siempre, tarde, me doy cuenta de que no lo he hecho bien. El enfado y el reproche no venían a cuento ni han servido de nada, salvo para que esta mujer se sienta mal y no sienta reconocido su trabajo.
Al día siguiente compro unos dulces y, al recoger la multa, se los regalo. ¡Se le saltan las lágrimas de emoción, mientras dice: -mi primer regalo!. Se muestra expresiva y agradecida. Salgo con mi multa y, ya en la calle y solo, lloro yo también mientras pienso en lo fácil que es hacer un mundo amable y agradable y lo difícil que lo hacemos con nuestros tontas quejas, deseos y ansias.
¡Gracias Señor, por sacar un bien de un mal por mi medio!
Pero a ver si aprendo de una vez a ser amable siempre.