La tristeza es el dolor del alma que ha perdido algo importante, o que no acaba de encontrar lo que quiere. O que ni siquiera sabe bien lo que desea. O que no entiende nada.
La tristeza es pobreza del alma, ausencia de sus ansias, ayuno de sus placeres y consuelos.
La tristeza no es pecado. Bien puede venir de los nuestros o de los ajenos, y bien puede llevarnos a pecar, buscando el remedio donde no debemos. Pero no es pecado en sí. Es un desierto en el camino a la tierra prometida.
La tristeza, como el dolor, es la ocasión de afinar y purificar la oración. De desnudarla de su rutina, para dejarla en una sola mirada, un solo gesto, un sentimiento, una certeza. De recordar que somos polvo. De pedir a Dios que nos cuide, a María que nos tome de la mano.
La tristeza es elegir, esperar lo mejor, rechazando una alegría inmediata, que nos hunde más y más.
La tristeza es el hambre y la sed del desierto, en el que como y bebo la esperanza de que mi trance ayuda a otros y me ayuda a mí.
La tristeza es la verdad de descubrir que no soy nada. Pero nada me ayuda más a saber que Dios siempre me quiere.