Recuerdo bien, por supuesto, el primer beso a mi novia. Cuando se juntaron nuestros labios. Pero he recordado que hubo un beso muy bonito, tal vez más bonito, muchos años antes.

Los sábados por la mañana mi padre nos llevaba a clase de natación. Un día había una chica con síndrome de Down en la clase.

Ella me miraba sonriente y me seguía por la piscina. Ya era entonces yo bastante tímido, y preocupado por la imagen que los demás tenían de mí. No sabía bien como reaccionar. Tenía ella tanta ilusión en la mirada, tanta alegría, que me resultaba simpática. Yo procuraba alejarme todo lo que podía.

Como hacíamos largos, alejarse significaba volver a encontrarse. Cuando coincidíamos descansando en un lado, ella me decía algo, pero entre el ruido de la piscina, el agua en los oídos y su mala pronunciación, yo no lo entendía, ni quería mostrar interés en entenderlo. Sólo seguía nadando.

En una de las pausas sí entendí lo que me dijo: “- Dame un beso”. Estaba muy cerca, yo sentía vergüenza por la situación, sobre todo porque alguien nos viera y luego se rieran de mí. Pero veía tantísima ilusión, sencillez e ingenuidad en ella que me parecía merecerse el beso. Además, pensé que, si le daba el beso, dejaría de seguirme tanto.

Me acercó su casta mejilla y la besé.

Efectivamente ella se quedó más tranquila con aquel beso, y dejó de seguirme tanto. No sé si se sentiría en una nube, o se quedaría pensando que tampoco era para tanto eso de darse un beso. Me seguía mirando con su sonrisa puesta, parece que el beso que acababa de robarme la había dejado contenta.

Así que este beso fue el primero que dí. Sin sentirlo así en el momento, recordándolo ahora, me parece un beso precioso, lleno de castidad e ingenuidad. Mejor, mucho mejor, que muchos de los que vinieron después, cargados de deseos.