Los Padres del Desierto

El inicio

Al hacerse el Cristianismo la religión oficial del Imperio Romano, desaparece la tensión de jugarse la vida por la fe.

Unos pocos hombres deciden manifestar su entrega en la soledad del desierto.

Un hermano preguntó a un anciano: «¿De dónde vienen mis tentaciones de impureza?». Y el anciano respondió: «De comer demasiado y de dormir demasiado»

Decía un anciano: «Lo mismo que el suelo no puede caer más bajo, así también el humilde no puede caer»

Un anciano dijo: «Desgraciado el hombre cuya reputación es mayor que sus obras»

Dijo también: «El hombre necesita esto: temer el juicio de Dios, odiar el pecado, amar la virtud y orar continuamente a Dios.

El abad Pambo preguntó al abad Antonio: «¿Qué debo hacer?». El anciano contestó: «No confíes en tu justicia; no te lamentes del pasado y domina tu lengua y tu gula»

Dijo San Gregorio: «De todo bautizado Dios exige tres cosas: una fe recta para el alma, dominio de la lengua; castidad para el cuerpo»

El abad Pastor dijo: «Si el hombre odia dos cosas, puede liberarse de este mundo». Y un hermano preguntó: «¿Qué cosas son esas?». Y dijo el anciano: «El bienestar y la vanagloria»

Se dice que el abad Pambo, en el momento de abandonar esta vida, dijo a los santos varones que le acompañaban: «Desde que vine a este desierto, construí mi celda y la habité, no recuerdo haber comido mi pan sin haberlo ganado con el trabajo de mis manos, ni de haberme arrepentido de ninguna palabra que haya dicho hasta este momento. Y sin embargo, me presento ante el Señor como si no hubiese empezado a servir a Dios»

Dio el abad Sisoés dijo: «Despréciate a ti mismo, arroja fuera de ti los placeres, libérate de las preocupaciones materiales y encontrarás el descanso»

Un anciano dijo: «La vida del monje es el trabajo, la obediencia, la meditación, el no juzgar, no criticar, ni murmurar, porque escrito está: “Ama Yahveh a los que el mal detestan”. (Sal 96, 10). La vida del monje consiste en no andar con los pecadores, ni ver con sus ojos el mal, no obrar ni mirar con curiosidad, ni inquirir ni escuchar lo que no le importa. Sus manos no se apoderan de las cosas sino que las reparten. Su corazón no es soberbio, su pensamiento sin malevolencia, su vientre sin hartura. En todo obra con discreción. En todo esto consiste el ser monje»

El abad Evagrio contaba: «Un hermano que no tenía nada más que un Evangelio, lo vendió para alimentar a los pobres. Y decía una sentencia digna de recordarse: “He vendido la palabra misma que manda: vende lo que tienes y dáselo a los pobres”»

Un hermano había pecado y el sacerdote le mandó salir de la iglesia. Se levanto el abad Besarión y salió con él, diciendo: «Yo también soy pecador»

Decía el abad Antonio: «He visto tendidos sobre la tierra todos los lazos del enemigo, y gimiendo he dicho: “¿Quién podrá escapar de todos ellos?”. Y oi una voz que respondía: “La humildad”»