La oración es la entrega de un tiempo a Dios. Lleno de diálogo y de alegría, o de silencio y de tristeza. Lleno de aceptación o de ordenada protesta. Salpicado de palabras de amor, o de miedo y desolación. Muchas veces, sencillamente de entrega vacía de palabras, de imágenes, de ideas o de sentimientos, sin esperar nada a cambio.
La oración es la obra más cercana a Dios. El orgullo penetra en ella con más dificultad que otras acciones del hombre: nadie nos la puede admirar, y nosotros mismos nos privamos de comprobar el resultado o de que nadie nos agradezca nada. Con frecuencia no nos hace mejores, o no lo notamos.
La oración es la más ambiciosa de nuestras aventuras. Abarcamos con ella el universo, la humanidad entera. Podemos pedir por la Iglesia de la tierra y por la del purgatorio, pidiendo la intercesión de la del cielo. La oración es cargar sobre nuestros hombros cualquier pena, tristeza o dolor del mundo, sabiendo que Cristo nos ayuda en la tarea.
La oración nos enseña a ser ambicioso en nuestros deseos de bien, de paz, de concordia. No hay nada que no podamos pedir ni por lo que no podamos dar gracias.
La oración es la victoria de nuestra voluntad que, por un rato, sabe decir que no a un mundo, perfeccionado en distraernos de mil maneras.
La oración es mejor en la intimidad de nuestro cuarto, en la soledad de la noche, en una iglesia vacía, en una hora perdida. Pero también es buena en un momento de tensión y coincidencia de tareas.
Este es mi desierto,
Este es mi monasterio,
Esta es mi celda,
Aquí es donde lucho y muero,
Y donde vivo de nuevo,
Donde decido y me entrego.
Contigo, siempre contigo,
Sordo, ciego y muy perdido,
Tomo tu mano y confío.
EN LA ORACIÓN
La oración se parece más al fluir del agua, que a la quietud de una roca. Se parece más a gobernar un barco, que a construir un castillo. Los llamados al Carmelo en el mundo, no tenemos un muro protector, que nos permita guardar una rutina constante de tiempos de oración. Hemos de luchar en campo abierto, arrancando al reloj, cada día, con esfuerzo, los ratos de oración. ¡Preciosa lucha la que hoy Dios quiere de nosotros!. Varias veces al día, nos retiramos del mundo para hacer oración. Ingresando, cada día, varias veces en nuestro convento interior.
Hemos de mudar los sillares de piedra que forman un Carmelo, por la madera flexible de un barco. Los cimientos de una rutina inmutable, por las olas de un mar que navegamos con días de calma y otros de tempestad.
Nuestra oración comienza cuando tenemos ansia de llegar a nuestro puerto y rezar, tras cumplir las tareas a que estamos obligados como tripulantes del barco de nuestro trabajo, familia y ciudad.
La oración carmelita huye de la multitud, de ser visto. Y tiene bien aprendido de San Juan de la Cruz:
12. Más quiere Dios de ti
el menor grado de pureza de conciencia
que cuantas obras puedes hacer.
13. Más quiere Dios de tiel menor grado de pureza de conciencia
que todos esos servicios que le piensas hacer.
14. Más estima Dios en tiel inclinarte a la sequedad y el padecer por su amor
que todas las consolaciones y visiones espirituales
y meditaciones que puedas tener.
15. Niega tus deseosy hallarás lo que desea tu corazón;
¿qué sabes tú si tu apetito es según Dios?
SAN JUAN DE LA CRUZ, DICHOS DE LUZ Y AMOR
La oración no es darle el nombre de oración a cada tarea diaria.
Sino rezar tanto, tanto, que el agua de este hondo pozo, anegue nuestro quehacer.