En un país humillado por una invasión, en un pueblo de paso de caravanas y viajeros, sin ningún interés ni relevancia, en una humilde casita, o una cueva, allí sucede a una doncella irrelevante de corazón gigantescamente sencillo, una visita que había de cambiar el rumbo de la historia, que había de traer agua a una tierra seca, sedienta de paz, sedienta del Dios verdadero.
Convencida de que su espíritu, voluntad y cuerpo pertenecían a Dios en un cien por cien de pureza, entendiendo que recibía la ayuda divina para mirar el mundo con una sencillez sobrenatural, aceptando que los caminos que al hombre parecen justos no lo son si se salen tan sólo un poquito la voluntad de Dios, decidiendo renunciar a todo lo que pareciera agradable, pero pudiera alejar su corazón de Dios, siquiera un milímetro, siquiera un segundo, meditando en su corazón el misterio en que estaba envuelta y, sin comprender porqué, su peso en la balanza de Dios era mayor que el toda la creación, estaba orando un día normal en un rinconcito solitario y apartado.
La luz de su sencillez iluminaba todo el universo, cuando Gabriel la saluda de una forma extraña, cuando se asusta de esta visita.
Al extraño saludo sigue la respuesta de María: “¿Cómo será eso, pues no conozco varón?”. Una respuesta que pone a prueba al mismo enviado, pues de la contestación depende su aceptación. La novedad de la visita y la imponente presencia de Gabriel no han doblegado su intimidad con Dios y la firmeza de su decisión de ser entera y totalmente suyo.
Ni su juventud, ni su humildad, ni su sencillez, … la llevan a deslumbrarse por una visita que aparece como importante. No cede nada, ni un poquito, a quien le rinde unos honores que nunca había recibido y le presenta una misión más importante de la que nadie ha hecho nunca. Su juventud, su humildad, su sencillez forman una roca soldada a su convencimiento de que ella es toda y sólo para Dios.
La respuesta es un torrente de delicadeza y amor, pronunciado por Gabriel, pero dictado por Dios. La respuesta es una caricia, una sonrisa de Dios, que puede y debe inspirar el cariño que tiene que reinar entre un hombre y una mujer, es el mejor ejemplo de que cualquier contacto entre hombre y mujer debe ser precedido por una voluntad pura y una aceptación. La respuesta tiene la fuerza del Dios que ardía y explotaba y tronaba en el Horeb, transformada en una corriente de cariño y atención, de delicias y de amor: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra…”. El Dios que abrió el Mar Rojo en dos, el que hizo bajar fuego del cielo, el que derrotó enemigos invencibles, logra ahora con una ternura inimaginable, tranquilizar y convencer a su criatura más poderosa y agraciada, de que le está hablando el mismo que le ha inspirado todo su conocimiento, el que habita en ella abrasándole sus entrañas cada instante de su vida.
La puerta de María a Dios ya estaba abierta desde su concepción inmaculada. Ahora Dios la cruza, tras pedir el más cortés y protocolario y humilde permiso y recibir el sí de María.
Y con Jesús, acepta en sus entrañas a toda la humanidad pecadora, para querernos, cuidarnos y ayudarnos. Así se hizo nuestra madre.
Y tras este sí, se cierra el puente levadizo que protege la más profunda intimidad entre Dios y el hombre. Se queda sellada la defensa de una fortaleza inexpugnable para el pecado y el enemigo. Pero no debemos temer, porque esa puerta, se nos abre, siempre que llamemos a ella con una oración humilde y confiada. Nadie que quiera estar dentro, será dejado a la intemperie. María abrirá siempre a todos los que actuemos como hijos suyos. Una y otra vez, para darnos el calor de una madre y hacernos crecer con Jesús.